Jaime Barrera Parra
El hábitat se hizo cada vez más grande, se desplazó la redondez del paisaje, transformándolo en escenarios de concreto, hasta que los reducidos parques y jardines, se convirtieron en añoranzas del paraíso perdido; las ciudades fueron negando el frescor de los árboles, el color de las flores y bajo este manto sombrío, los días ahuyentaron las fantasías de los recuerdos.
Las urbes, colmenas humanas, se bifurcaron dando espacio a un hábitat compartido, donde sobre todo se impone la tecnología del hombre; mientras los animales y arboles espantados, sucumbieron ante el afán mercantil invasor; el hombre como un amo malcriado, se erigió como constructor del destino; creó políticas para el progreso, sin tener en cuenta las propias políticas de la naturaleza.
La vivienda de barro, morada para los seres y objetos del hombre, se habitó también con las plantas y animales que aliviaron el vacío del bosque perdido: el aroma de las flores, el eco agudo del canto del grillo, la incesante labor de la hormiga, la fidelidad del perro, el bullicio de la gallina, el misterio de la salamandra y otros animales que entraron al mundo de las fábulas, mitos y fantasías.
Las casas se erigieron como limites concretos para protegerse del acecho de lo salvaje; creando un mundo habitado por objetos que forjaron iconos venerados como sagrados y de la densidad del símbolo, surgió una humanidad renovada y sofisticada; mientras el calor del fuego forjo lo familiar y tendió un lazo con la muerte para abrir una honda brecha: el hombre entierra a sus muertos, el animal no.
Un sobrevivir que va revelando algo tenaz: una incomodidad visceral, una saga de sensaciones impuestas en una cotidianidad utilitarista y consumista. La incomodidad ha sido total, los encuentros son cada vez más agresivos entre la ciudad y la naturaleza; lo natural va camino a su extinción y por ende el hombre también.
El artificio es el lugar donde quizás libramos la batalla por alejar a ese "yo" animal que aún habita y pugna por vivir en el corazón de la humanidad, vibrando en las necesidades holísticas del convivir...
Esperamos que el parque Santander en su actual remodelación, después del sonido amenazador de la motosierra, entienda que los parques aún son los lugares del divertimento familiar ciudadano; espacios públicos que deben ser el lugar de la civilidad, del disfrute cultural y no el espacio para esas escuelas del ocio en que se han convertido los C.A.I.
Nunca he visto a un solo policía intentando arreglar o gestionar para sostener los juegos de los niños; los invito a observar en los escasos parques de la ciudad, son lo más lamentable que puede haber para el entretenimiento de los infantes.
Recorro la ciudad en bicicleta en contacto directo con la ciudad; no la transito en las burbujas enajenadas de los carros y puedo decir con cierta tristeza que las calles y parques de Bucaramanga, son hoy en día, el inodoro más grande que tiene el departamento.
Al cambiar el entorno, hemos perdido la conexión con la naturaleza, con el parque, ya no cuidamos la casa común; habitamos un mundo cada vez más impredecible; los ríos, el aire, los animales antes fuente de vida, hoy son presagios de tragedia.
Sin embargo, existe una racionalidad por transgredir y transformar; creando nuevas realidades que reconozcan lo natural y lúdico dentro del hombre que habla, filosofa, observa, crea y propone.
OCTAVIO ESCALANTE